10.30.2007

Dulces para la web


Locos de Reforma

Tarde fría de domingo. El sol se desvanece sobre Reforma. El castillo resplandece, lejano. El loco está enfrente. Hace media hora que espero. Ha pasado mucha gente, nadie se queda, sólo el loco se detuvo cerca. Enterrado en sus chamarras negras de mugre, la mano en la barbilla, mirando como se aleja la tarde sobre Reforma, el loco medita.

Mensaje enviado 18:24. “Dónde estás? Hay una música y unos aztecas danzando. Desnudos. Un día hay que caminar sobre Reforma a esta hora, se ve muy agradable (no lo digo por los aztecas).”

El loco ahora mira a los que protestan desnudos enfrente. Fija la vista. Se de tiene, desafía el frío, da un brinco, otro.

Mensaje enviado 18:39. “Sabes. Y aquí hay un loco que ya se contagió. Quiere bailar”.

Me aprieto en mi abrigo. Los aztecas se van. Sigo esperando.

Las tardes de domingo me gustan. Me gusta ver la ciudad vacía. Me gusta caminarla. Las manos de la tarde se despiden. Atrás, letras neón aparecen, rojas, seductoras. Brota fuerte una música tropical.

Lo veo. Él oye la música, se concentra, cierra los ojos; el loco suspira. Enfrente el Sensority Vips abre sus puertas. La falda roja en la entrada lo mira. Repasa las letras rojas, la minifalda. El loco suspira de nuevo. Suspiramos.


Chico Banda

Veía la tarde atrás de sus hombros. Tranquilo el sol se desvanecía. El viento levantaba los cabellos de la mujer. El chico no decía nada. Esperábamos.
Lo vi desde que se desprendió de ella. Cuando subí las escaleras ya me esperaba. Dude, pero no retrocedí. No dijo nada, me detuve, metió mano a su bolsa de mezclilla sucia. Dentro de la bolsa se escuchó el funcionamiento de un mecanismo y un sonido frío metálico. No dije nada.
Había un brillo en sus ojos que no reconocí en un principio. “Dame todo el dinero”, dijo casi en silencio. Al principio, de la mujer del chico banda únicamente podía ver el humo del cigarrillo. Metí mano a la cartera, entonces ella volteó: desde ahí pude ver que era hermosa. Me detuve. Me quedé viendo la tarde, sintiendo el viento en la cara, hurgando en los ojos de esa mujer de cabellos largos que parecían se iban con el viento. Sus ojos también brillaban. Ahí supe: era el brillo de los enamorados.
—¿La quieres? —le pregunté en un susurro.
El chico banda sacó el metal de la bolsa. Yo apresuré la cartera. Sacó unos billetes. No dijo nada. Regresó a verla. Yo veía la tarde, a los enamorados.
—La amo —me entregó mi cartera.
Sólo regresé a verlos una vez cuando ya iba lejos. Los dos en el puente. La acariciaba el chico, lo besaba ella, los abrazaba las tarde.


La musa de la fuente

Lo que mi madre no me explicó fue que ella se regresaba. Cuando me di cuenta de esto, ya era tarde. La maestra me llevaba de la mano al que sería mi salón. Yo la regresé a ver de lejos una vez, mi madre no volteó. El llanto lo atoré en la garganta y me lo tragué. En la entrada había una muralla de llorones empedernidos.
Sí había juegos y muchos niños como había dicho ella, pero nunca me había dejado solo con desconocidos.
La mañana del tercer día se levantó tarde. Desde mi salón de ese jardín de niños inmenso se escuchaba el reventar de las olas a lo lejos. Acapulco olía a mar y la brisa entraba por las enormes ventanas. La maestra me regañó. Fue mi primer regaño de un desconocido. Ella estaba repartiendo plastilina de colores y yo la iba coleccionado en mis bolsillos. Se dio cuenta y me exhibió frente al grupo. Quise escapar; olvidé la tristeza, la plastilina y le pedí permiso para ir al baño.
Sabía que la escuela era grande porque en la clase de destrezas habíamos salido al patio trasero y me pareció del tamaño del Parque Papagayo donde mi mamá me había llevado varias veces para darle de comer a los patos. No fui al baño y mi intención de escaparme desapareció en cuanto comencé a deambular por los patios de mi nueva escuela. Vagar y explorar era más divertido que estar metido en ese salón con esa mujer malvada.
Mientras varios niños desertaron, yo entendí claramente, en ese tercer día, que mi vida la consagraría a la escuela. Soy el cuarto hijo de la familia y cuando mi madre cuenta todo el trabajo que le costó acostumbrar a mis hermanos al jardín, de mí únicamente dice que fui el más obediente. Nunca me ha preguntado el porqué.
Cuando finalmente me cansé de caminar y esconderme y quise regresar, entonces la vi. Era un pequeño jardín con fuente en medio. Había salones alrededor. No había nadie salvo ella, veía la fuente pensativa. Era la niña más bonita que mis ojos costeños jamás habían visto. Como si su belleza fuera un encanto no pude apartar la vista de ella. Sus rizos canelos, sus ojos grandes, su cara, sus zapatitos. Tuve deseos de estar ahí contemplándola para siempre y quise verla de cerca; no pude. La horrible mano de mi maestra había aparecido como un chaneque y con fuerza me llevaba lejos de la fuente y de la niña bella, como si para ella la bella no existiera. ¿La perdería para siempre? Fue un momento muy breve cuando ella volteó, pero suficiente para que nuestras miradas se enlazaran. Me enamore. Nunca supe su nombre, ni el sonido de sus palabras, pero de vez en cuando burlaba la vigilancia de mi maestra para visitar el jardín con la fuente con la esperanza de encontrar sus ojos de miel nuevamente.


Lucía y el Matador

—¡Pártele la madre Matador! —gritaba la niña a mi costado. Su cabeza estaba enfundada en una mascara blanca.
Una niña de diez años. Sus ojos todavía reflejaban inocencia, y en ese momento emoción. Al lado de ella una banda de amigas la coreaban.
—¡Sí, pártele la madre!
El Matador tritura los músculos de su oponente. Patadas voladoras, lo gira en el aire y lo recibe con una quebradora; el tipo se retuerce de dolor, como puede sale del ring. El Matador lo observa, toma impulso contra las cuerdas, lo termina con un mortal desde la tercera, impecable. La arena entera revienta en ovaciones. El Matador vuelve al ring, levanta sus brazos y vibran sus tríceps frente a todos. La gente enloquece, “¡Ma-ta-dor!, ¡Ma-ta-dor!”. La banda técnica truena. De la boca de la niña a mi lado brota nueva euforia. La regreso a ver y detiene su emoción por un momento.
El júbilo dura poco, la arena se silencia. El Perro se ha recuperado, sorprende al héroe. Acciona sus poderosas piernas en el cuello del Matador que sale despedido a estrellarse contra la primera fila. Le revienta una silla en la cabeza. El público abuchea. “¡Pinche tramposo!”, brota de la máscara de la niña, quien se agita, brinca en su asiento. El Matador flaquea, esquiva, defiende. Mal cálculo y El Perro es estrellado contra el acero del poste. El Matador no le da tregua, es suyo. Nueva esperanza en los ojos de la gente, dejan sus asientos, cantan.
—“¡Pártele la madre!” —revienta la niña nuevamente.
No soporto. La regreso a ver. Me miran sus ojos eufóricos, llorosos de alegría, le vibra el pecho, da saltitos. Es un volcán que he detenido, espera.
—No más disparates, Lucía, o nos vamos a la casa.
Más saltitos, alza sus brazos, me da un beso en la frente con esa máscara que no soporto y que ella no se quita ni para dormir. “¡Má-ta-lo!”, “¡Má-ta-lo!”. Truena nuevamente la arena. En el ring el Matador arranca la máscara enemiga, la destruye con odio.

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3 comentarios:

Anónimo dijo...

Antes que nada quisiera agradecerte por compartir este material conmigo. He de confesar que este poema de mariposas negras me causó mucha impresión, y mayor fue la sorpresa cuando escuché que eran símbolos de buena suerte para ti. Debió de haber sido un duro período en donde las veías caer enfrente como tus sueños . Me agradó bastante, sobre todo por ese poder que manejas en tus palabras...
¡Saludos! Estaré al pendiente de tus próximas publicaciones. :)

Anónimo dijo...

HolA HoLa tONy cOmO TaZ EsPeRoo q bIeN pOs tA Muy pAdRe EstE LiNk Eh La VeRDaD pos aKi ExTRaÑaNdoTe y PoS Te qDo pAdRiZiZiMoOoO pOs nOs eZTaMoS LeIeNdOoOo OkIs bYE cUIdAtE bEzOz

Unknown dijo...

Alo Lalo! Qué bueno es poder leer tus cuentos, escuchar tu voz y ejercitar mi español. Gracias por esto. Te extraño!