8.30.2007

Don Adrián Terrazas

Tres balazos le anunciaron que los novios estaban llegando. Gilberto volteó como saeta. En la puerta había aparecido una algarabía y en medio su tío Norberto ataviado hasta el cuello. Llevaba de la mano un vestido largo y blanco, adentro una señorita despedía sonrisas. La gente aplaudía: parecía que el pueblo entero se había dado cita para aquel acontecimiento. Escuchó entonces que de las gigantes bocinas brotaban chorros de palabras. Y desde entonces aquella música no paró nunca hasta que pasó la desgracia.
Todo el tiempo personas iban a su mesa.
—Don Adrián, que bueno tenerlo con nosotros. Pensábamos que usted no andaba por acá. Doña Conchita, qué joven. Y este niño cómo ha crecido —todo mundo saludaba a su papá. Iban especialmente hasta donde ellos estaban. A un lado, el pastel que ellos habían regalado se elevaba; Gilberto lo veía emo-cionado.
—Gilberto, ve saluda a tu tío. Dile que venga —se notaba que su mamá quería ver a su hermano.
Y el niño fue y tironeó del saco a su tío.
-Hasta que se te hizo, Norberto —dijo don Adrián dándole un abrazo.
—Pues todavía no quería la ingrata, pero me la tuve que convencer, tío —dijo el joven, y las risas fueron generales.
—No dejes que se te ponga pesado, hija. Y si un día se te sale del guacal, nada más dime: yo sé como encarrilarlo de nuevo, ja ja ja —su mamá abrazó a la novia y mirando a Norberto le dijo—: Tú siempre saliéndote con la tuya, Norberto. Pero ya las pagarás todas, condenadote. Dios quiera y no —y doña Concha también abrazó al novio.
Gilberto no tardó mucho en ver parejitas que se formaban y algunas, prontas, desinhibidas, con gracia, se adelantaban a la pista. Poco a poco el centro de tierra suelta que servía de pista se llenó de gente. Hubo un rato en que sus papás también se habían parado. "Báilela, don Adrián", le gritaba la gente a su papá. Y doña Conchita: “ve siéntate, Gilberto. Ahorita regresamos. Siéntate.” Pero Gilberto ahí seguía colgado de la falda de su madre, de esa falda larga en la que se podía arropar sin ningún problema: nadie lo veía dentro de tanta flor estampada.
Su papá había ido a bailar la calabaza. Llegó un momento en que el baile se detuvo y primero una gran fila de mujeres apareció y asustaron por un rato a la novia, pero después vinieron los hombres y a las mujeres se le escapaban Avemarías por lo toscos que eran. Cuando la fila de hombres tumbó al novio en sus arremetidas, primero lo medio desnudaron y después entre varias manos lo aventaron repetidas veces para arriba. Gilberto se moría de la risa al ver aquello. Después, una vez magullados, pasaron los novios por cada mesa con billetitos de todos los colores prendidos en sus ropas. Su papá le puso uno en la solapa, era el más azul de todos. Gilberto veía con preocupación al novio, preguntándose si no se había hecho daño. Al poquito rato, Gilberto vio a un hombre vestido de negro parado en la puerta. Camisa, pantalón, botas, sombrero: todo era negro salvo el paliacate rojo al cuello. A su lado y con tacones muy elevados un vestido rojo lo acompañaba.
—Adrián —exigió su mamá— mira quién llegó —señaló la puerta con los ojos.
—Ya lo había visto, mujer —su papá le dio un trago a la cerveza fría y la dejó a la mitad—. Pero quita esa cara: parece que hubieras visto al diablo. Y de eso ese no tiene nada, ja ja ja.
—¿Cómo lo invitaron, Adrián? O es que vino así porque sí. Es un cínico.
—Eso no importa, Concha. Mira a tu hijo que se está vaciando la barbacoa encima.
Su mamá le quitó el plato y le limpió la boca, pero Gilberto seguía viendo aquel sujeto que ahora saludaba de mesa en mesa. El vestido rojo que lo acompañaba rojo tenía también los labios.
—Y trae a la prostituta esa que ahora es su mujer: Claudia Blanco. Yo creo que mejor nos vamos. Esto no ha de terminar bien. ¡Adrián!, hazme caso.
—De aquí nadie se va, Concha. Y cálmate que no va a pasar nada —su papá con sonrisa ancha brindaba con otros que también alzaban su copa, allá en otras mesas.
—¿Cómo dices eso? ¡La última vez casi sucede una desgracia!
—Estaba borracho, Concha, era diferente. Además, no vas a dejar la fiesta de tu hermano sólo por tus sustos. Y no se diga más —en el micrófono una voz chillona invitaba a todos los parientes a bailar con los recién casados—. Ya oíste, a bailar.
—Se razonable, Adrián…
Pero su mamá no terminó porque no se lo permitieron. Después cuando vino su turno, se pararon a bailar. El niño siempre en las enaguas de la madre. Bailaron largo rato, les decían cosas al oído a los recién casados, los apapachaban, palmaditas en la espalda, un beso.
—¡Adrián Terrazas!
La voz fue fría, su papá se detuvo en seco y su mamá palideció como una luna. Ahí, a un lado de ellos, en una mesa contigua, Gilberto vio al sujeto de negro de pie y con el sombrero de lado.
—Señor Terrazas —continuó. Sus ojos se hicieron más pequeños—, es un placer verlo de nuevo. Espero que no haya rencores por el atrevimiento de la última vez. Como ya lo dije en su momento: es algo de lo que estoy seriamente arrepentido.
—No hay nada de que preocuparse, Becerra. Nosotros somos amigos, y lo que pasó pasado está.
Sus cadenas y anillos eran los más gruesos y dorados que Gilberto había visto. El sujeto era pálido y alto, su sonrisa cambiaba entre lo franco y lo astuto, y sus botas estaban tan relucientes como las cachas de la pistola de su papá.
—Siendo así, no les molestará que me siente al lado de ustedes. Y además, cerquita de los novios para verlos mejor, Terrazas, ja ja ja —hasta en sus dientes había resplandores brillantes.
—Cada quien se sienta donde quiere, Becerra, que estamos en una boda, y por mi no hay ningún problema.
Gilberto sintió algo extraño: varios ojos de las mesas vecinas los perseguían interrogantes, la gente hablaba, se decían cosas al oído, las mujeres caían en asombro, los hombres asentían. Una mano gruesa se apoyó en el hombro de Gilberto.
—¿Todo está bien aquí, don Adrián? —su tío había llegado como lluvia fría—. Señor Becerra, tome asiento por favor. Señorita.
Y se quedaron en la mesa de a lado. Que trajeran cervezas y un tequila, gritó. “¿Ustedes están bien, tíos?”, y ante una afirmación de sus padres su tío se volvió a perder en la fiesta.
Pero desde ese momento su mamá estuvo intranquila, casi no habló y sus ojos llameantes persiguieron a su esposo en cada momento. La fiesta continuó, las de banda se siguieron escuchando resonantes y las botellas en la mesa de Gilberto se sucedieron rápidamente. Que ya no tomara, le rogaba su mamá. Pero su padre como si el licor fuera aire, desvanecía las botellas sin esfuerzos.
Como a la media noche y a pesar que le gustaban las fiestas, Gilberto casi se dormía.
—Adrián, ya vámonos. Ya estás tomado. Vamos a dejar el niño. Acompáñame -pero su papá que no la oía seguía platicando con gente que se había acercado a su mesa.
—Vámonos, Adrián —le rogaba.
“Ya váyase, compadre”, le decían insistentemente algunos; “a descansar, don Adrián”, otros. Pero él se negaba, que no, que se fuera ella. Que él se quedaba otro rato.
—Váyase, señora, que aquí Adrián se queda conmigo, con amigos —todos voltearon a la mesa vecina.
Gilberto vio que el tipo de negro tenía los ojos desorbitados, rojos. También en su mesa había muchas botellas vacías. Miró que su mamá se ponía rígida al igual que los acompañantes de la mesa.
—Así es. Además con estas guardianas nada nos puede pasar —y su papá sacó el revólver. Lo acarició como si fuera un cachorrito.
Todos se quedaron quietos.
—Adrián, guarda eso. Vámonos —se paró su madre.
—No se asuste, Concepción. Que aquí no pasa nada —el tipo había sacado también su pistola y la enseñaba con deleite. Gilberto vio que los ojos le centellearon y una sensación de frío lo invadió. Comenzó a llorar.
—Compadre, su niño ya se quiere ir, por qué mejor no va a dejarlo y luego regresa —dijo una voz nerviosa.
—Ah, qué compadre. Tan asustadizo como siempre —su papá respondió—. No hay que tenerle miedo a las fulanas estas. Si para defenderse son, ¡no es así, Becerra!
Que sí, dijo el otro subiéndole el tiro a la escuadra. Por un momento el lugar quedó en silencio, su papá rió y guardó el revólver. Entonces siguieron brindando y las botellas pasando pero ellos no se fueron. Los novios habían pasado varias veces, contentos. Que por qué estaba tan seria, doña Conchita. Que no pusiera esa cara, que les diera gusto: era su boda.
—Norberto, ayúdame a llevarme a Adrián. Ya sabes cómo se pone borracho.
Y él, “ahorita”. No fue pronto, pero al fin con trabajos y convencimientos de un brazo levantó a don Adrián.
—Me llevan, muchachos, que conste. No me voy, me llevan, ja ja ja —su papá se despedía.
No llevaban mucho cuando escucharon la misma voz fría.
—¡El que perdona pierde! —risas.
Todo fue tan rápido, su papá dio media vuelta pistola en mano.
—¡Cómo! —gritó fuerte.
Pero otro cañón ya lo esperaba, y sin ningún aviso, seis balas atravesaron el cuerpo de su padre. Ahí, a su lado cayó tendido, lleno de sangre, sin vida. Gritos, llantos, ruegos y más tiros. Entre tanta confu-sión y oscuridad, el tipo de negro se desvaneció en la nada, desapareció. Buscaron, buscaron por todas partes, buscaron lejos, siguieron buscando después que se llevaron el cuerpo agujereado de su padre, mucho después que lo enterraron en esa tierra seca, después que su madre lloró noche tras noche, siguió buscando tanto, siempre.

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